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Con candiles, yacijas, marihuana, mentol chino y pasos sin rumbo salimos de Cali hacia Buenaventura donde se nos brinda la oportunidad de conocer el mar. Llegados al Distrito Portuario algunos comienzan a desertar, a echar para atrás, a dudar de nuestras conquistas y de la isla de Helenita. Sin embargo, sin miedo, diez nadaístas nos embarcamos en un pesquero sin viaje de regreso, alentados por la emotividad de Helena Restrepo, quien deseosa está de mostrarnos su isla diamantada conseguida en romances afamados con María Félix. Planeando la construcción de una nueva sociedad, comenzamos a adentrarnos en las aguas del Pacífico, guiados por un mapa mal trazado que lleva a tierras inestables, insólitas y sumergidas bajo el mar.

 

Helenita en la proa, con un mapa en la mano, nos asegura que es el lugar correcto, que aquí debería quedar su isla, pero estamos en medio de la inmensidad azul, tranquila pero misteriosa, que nos inquieta y nos aterra. El destino comienza a borrarse de los planes,  pues a la isla prometida se la ha llevado el mar, al parecer una erosión marina hace que el terruño de Helenita permanezca seis meses bajo el mar y seis a flote. Sin duda nos hemos equivocado de época.  

 

 […] Sin miedo alguno le aposté a la huida; éramos diez y partimos rumbo a Tumaco en un barco pesquero. Conocí el mar más adentro y se me llenó la vida de aventuras. La isla famosa de Helenita no existía, se la había llevado el mar. Y nos tocó llegar a otra, poblada de una comunidad  maravillosa que nos acogió y nos ayudó a sobrevivir con plátano, pescado y aguapanela […][1]

 

Sin desanimarnos buscamos refugio en una población de Tumaco, donde las mujeres aguerridas, de piel fuerte y de arraigados saberes nos enseñan a pescar, a bailar, a vivir con lo que el mar, la brisa y el amor nos traigan.  

 

Conocimos en la isla la cultura del pacífico, su música y sus saberes en la pesca, en la filosofía y en la comida. Las mujeres nos enseñaron a pescar jaibas, pianguas y pateburro. Era un lugar dónde la gente todo lo que tiene lo reparte, la comida, el baile, todo […][2]

 

Sin otra pretensión más que la nada decidimos llamar Islanada los metros de arena donde habíamos descargado las valijas, las carnes y las almas. Los slacks  y las blusitas marineras, con las que cargábamos algunas, las intercambiamos por víveres y por vistas inolvidables del atardecer tumaqueño.

 

[…] Así decidimos llamarla para que supieran nuestro modo de pensar, entendieran que no llegábamos en busca de oro, uranio, piedras preciosas, sino de un arcoíris tal vez escondido debajo de aquella roca caída del cielo, y el cielo arriba, azul y sonriente, viendo como todos nosotros de la alegría que sentíamos, enterrábamos la cabeza en la arena. […][3] 

 

Embarcados en esta aventura, hincamos sobre la arena la bandera –en tela de brassier– de la “1ª República de NadaIsleños”. Con el labial rojo de Dina escribimos sobre un madero traído por el mar nuestro himno, nuestro escudo, los cuales no son ni lemas, ni dioses, ni patrias, ni uniformes, sólo ISLANADA y nada más.

 

[…]Con mucho entusiasmo nos aventuramos a inspeccionar la Isla. Encontramos erosiones en forma de cáncer lunar, lomas azuladas que semejaban pájaros remontándose hacia lo desconocido, picos que parecían dientes extraídos de un animal antediluviano, y la cruz ovárica de una religión perdida en el pasado.

 

Hallamos pigmentos de colores brillantes incrustados en el ónix de la noche, fotones incandescentes, vegetales geométricamente eróticos, vibraciones de luz, espuma virginal, deformaciones rocosas, rocíos venenosos, monumentos fálicos en cuarzos (una verdadera cohetería sexual, dinámica, capaz de atravesar el himen venerado de los siglos), filtros más poderosos que el yagué, momias míticas […][4]    

 

Barcos, barcazas, barquitas se van y no vuelve. Después de algunos meses despertando con el eco de los cocos caídos los celos, las peleas, los resentimientos comienzan a alzarse como marea espumosa y se llevan consigo los deseos de seducir la arena, de llevar una vida anacoreta, de habitar Islanada como templo de nuestro exilio.

 

Con la brisa ya espesa sobre nuestros cuerpos y con las energías consumidas y acechantes algunos tomamos nuevas marejadas; otros, chalanas de regreso al cemento; a algunas nos vienen a buscar padres y hermanos y otros parten a aires friocapitalinos. Sin embargo, el olor a sal y los granos de mar se convierten en “el sueño utópico que alguna vez […] quedó enredado en los subterfugios insondables del olvido”. [5]

 

En Tumaco mudamos la primera piel paradisiaca, pero entre el Atlántico y el Caribe nuevos hallazgos del ser nos toman por sorpresa.

 

En Cartagena se engendran algunos nadaístas que van expandiendo con pintura y teatro los gérmenes joviales del movimiento. Allí conocí a los nadaístas de la costa, Manolo Vellojín y Alberto Llerena […] el uno, pintor de las formas desconocidas y misteriosas y el otro, un maestro de teatro”. [6]    

 

Bajo los anales de la ruinosa Cartagena, Patricia Ariza y Consuelo Salgado abren puertas a la nada, literal, en medio de juegos de ruleta, pérdidas y conferencias sobre nadaísmo.

 

[…] Consuelo era tan audaz que siempre terminaba convenciéndome de hacer cosas que me daban miedo. Una amiga costeña nos persuadió de jugar a la ruleta y nos habló maravillas del juego de azar. Nos dijo que ella nunca perdía porque tenía la mano “rezada”. Naturalmente lo jugamos todo, y por supuesto, lo perdimos todo. Para salir del lío y por iniciativa de la amiga costeña, le ofrecimos a la señora poeta Judith Porto, directora de cultura de la ciudad, dictar una conferencia sobre el nadaísmo y la señora, muy arriesgada y generosa, aceptó […][7]    

 

Más al norte de la “patria”, en un azul de piratas y marineros, que se pintan de siete mares, instalamos el campamento nadaísta en ultramar. Allí tratamos de establecer nuestro Nadasterio.

 

Hasta la entrada de Tom Hooker  llegamos en bus y ahí comenzamos la travesía del encantamiento. San Andrés, Providencia, Santa Catalina y Serrana, Serranilla y Quitasueño, van formando, transformando, uniendo y definiendo el oleaje de algunos nadaístas. Allí nos consagramos a contemplar la belleza natural, a renegar de la fealdad humana, a definir pasos… que se van quedando en la arena.

 

En San Andrés, Samuel Ceballos y Fanny Salazar hallan inspiraciones pinceladas, su nada para quedarse en el mar. Dina e Iván presentan su propia obra montada en tablones en los que se halla la esencia del nadaísmo, la tranquilidad brisada de la nada. Kat, Enrique Calle, con oleos nudistas, enmarihuanados y proféticos traza la arenada historia del nadaismoisleño. Gonzalo se enamora de una Angelita, londinense, que espiritualiza al ateo profeta. En el mar sólo las parejas que se aman en el archipiélago […] siguen viendo la luna verde.

 

[…] Era la época en la que el bus llegaba sólo hasta la entrada de Tom Hooker, por San Luis, años en los que nos reuníamos alrededor de un plato de frijoles con arepa, con el  propósito de acrecentar la amistad y compartir saludos y éxitos de  los amigos dejados en el continente. […]Era la época en que preferíamos hacer el amor que la guerra, tiempos sin razón pura, ni razón lúdica; días de razón vital vividos quijotescamente. Dina Merlini.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

[1] Ibíd. ARIZA, 220

[2] Ibíd. ARIZA, 220

[3]Ibíd. VALENCIA, 233

[4] Ibíd. VALENCIA, 237

[5]http://www.colombiainformausa.com
/2008/sept_03/nadaismo.htm

[6] Ibíd. ARIZA, 222

[7] Ibíd. ARIZA, 221

 

 

 

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