Ahora cabalgo libre de toda libertad
hacia la clara media noche,
esta es mi hora...
mi libre vuelo
borrando el día,
emergiendo
plenamente.
Dina Merlini
El profesor de urbanidad llega perfumado al colegio de las santísimas madres de la no tan cierta caridad. La pulcritud, puntualidad y elegancia debe sobresalir entre las señoritas. El arrepentimiento de lo no hecho, del pecado no cometido, se confisca entre rosarios. Sin embargo, y aunque entre el hormiguero devoto todas parecemos fervorosas damas de enagua y futuros promisorios –es decir, hogareño, dócil y ejemplar–, algunas bajo el traje escolar y entre líneas en la parte trasera de los cuadernos escondemos los deseos de existencia.
Es 1958: los escapularios, las enaguas, el frente nacional y los reinados nos ahuyentan de las iglesias, las familias y los pueblos, quienes nos condenan, sin haber nacido siquiera, a un infierno de otro mundo, aunque lo tengamos en estas tierras. En los cuerpos joviales de fondos inciertos, la norma no calza, el rezo no libera… ¡queremos muerto a Carreño y a su “manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos”!
Un tranvía desviado y opulento, en Medellín, refleja entre sus vidrios el desboque de la patria. Entre twist, colillas ahumadas y rock psicodélico; con largas cabelleras, de trajes oscuros y labios pálidos, vamos caminando y: “¡BRUJAS, BRUJAS!”, nos gritan las emperifolladas de Junín mientras los ensombrerados apenas nos miran. Tras nosotras una gritería silenciosa, con humo en boca y aire afrancesado, de aquellos, que con manifiestos de “Homo Sapiens” liberan y esclavizan a quienes nos maldicen. Un grupo de jóvenes disímiles somos, replanteando la identidad inexistente, compartiendo besos, fumando piel roja, tomando un tinto negro; y cargando, entre el cabello, algún puñal para defendernos.
[…] En esa época nos ponían pereque en todas partes y decidimos armarnos… un día llegó Cachifo, abrió su maletín de corredor de seguros y dijo, para que estos hijueputistas no nos sigan molestando y, para que nos hagamos respetar, sacó y puso una pistola sobre la mesa y a todos nos regaló navajas. Y ahí actuábamos como una barra porque los hijueputistas que eran Chano Arroyave, el hijo de un casa-teniente muy importante y nuestro querido exministro de defensa Luis Alberto Uribe, formaban un grupito de unos muchachos muy ricos, muy boyantes, muy toma tragos que nos ponían pereque: nadaístas hijueputas. Decidimos que había que enfrentarlos. Una vez estábamos en el Metropol y empezaron a tirarnos con monedas y no recuerdo a quien le partieron una ceja y nosotros seguimos tomando trago tranquilos y decían: nadaístas hijueputas, ¿es que no hay un hombre ahí que saque la cara?, y se paró Dina y los cogió a los cuatro y los metió debajo de la mesa y les dio duro y vino y se sentó con nosotros. Eso fue el primer caso; ya cuando veían a Dina no decían nada. [1]
En el Metropol las tertulias Prevertianas y Camusianas, el rostro de Brigitte Bardot y el ritmo de Billy May con Glenn Miller ambientan un aire de existencialismo surrealsuicida y criollo sobrellevado con un perro caliente de salchicha grande y una partida de billar pool, póker o ajedrez.
Este refugio de techos altos, ubicado en la carrera 49 con la calle 53, al frente del Versalles de Don Leo Nieto, combina su caramboliar de bolas –de billar– con “los decibeles de una rocola, el rodar de las apuestas, las palabrotas que gritan los que juegan, los que están viendo, echando ojo, matando el tiempo y con los gritos de los que llegan pidiendo tinto o cerveza o una botella de aguardiente, o una clara oportunidad para armar camorra”. [2]
Allí el humo ebrio de inconformidades sale de las líneas de Gonzalo, de la risa de Espinel, de los labios de Dina y de Patricia, la Bardot paisa y la Piaff santandereana… de un Wurlitzer que toca “Come afterday”.
[…] Yo entré con mi pelo a la cintura y allí estaban ellos, espléndidos, Amilkar-U, Eduardo Escobar, Dario Lemus, Dina Merliny, Elenita Restrepo, “Cachifo” y el más bello de todos Héctor Escobar […] Ahí me volví nadaísta, cambié la pinta y me empecé a vestir como Dina, toda de negro y con los labios pálidos; éramos tan misteriosas que la gente se agolpaba y corría para vernos. Por supuesto empecé a vivir en forma las exclusiones de grupo y de género. Alguna vez salió un pasquín que las mujeres nadaístas teníamos pacto con el Diablo y que la pinta nuestra, era la vestimenta de las brujas. [4]
A lo largo y ancho de Junín, es ritual hacer una condena a las hadas y a los corceles, nosotras quienes vemos en las calles de Medellín –la de corazón de máquina, la de pulmón de acero, la de tisis de industria y susurro de santo rosario–[5] un asalto de la mirada, un aturdimiento de los oídos, unas falsas alegrías santificadas, que se transforman en un grotesco tono de irónica nostalgia.
Del Miami vemos pasar a las señoras que madrugan para misa porque creen que todo lo que han hecho durante la noche es pecado. Ese café empinado y de vidriera atisbadora mira de reojo a la Plaza Bolívar y a su imponente Metropolitana que no sólo aguarda a las señoras arrepentidas sino que con ellas madrugan los criminales, como devotos de una extraña religión en la que alternan con la misma furia la oración y el asesinato.
Esa mezcla de santidad asesina es la misma de la que queremos vengarnos por la tortura teológica y el temor del demonio implantado por años. Del Miami y del Metropol germinan algunos manifiestos y conspiraciones, de estos salimos hacia el congreso de escribanos en el que detonamos un pedo literal y en estos, incluyendo a Versalles, el Donald y el Capri, nos refugiamos de los cristos puñaleros.
[…] Algún día los conventuales tuvieron que hacer una misa de desagravio en el Estadio para reparar el supuesto daño que los nadaístas sacrílegos le habían hecho a la ciudad. Es que llegaron una mañana a la iglesia metropolitana, en plena Santa misión, a comulgar para después escribir en las hostias poemas de amor. La persecución fue tan feroz, que algunos estuvieron presos y otros, como Alberto, tuvieron que salir del país. [6]
Entre conspiraciones, burlas e impotencias, los años 60´s en Medellín nos llegan con la necesidad inquieta de partir. En Versalles, los tintos de don Leonardo quedarán aplazados para un arribo sin fecha fija, el Ástor y sus pizpirijainas de clase esperarán sin ansias el regreso de los piojosos y las brujas, el Capri, el Miami, el Metropol y el Santa Clara aguardarán los poemas de servilleta que se pierden en las noches de luna vieja, en las cenizas de cigarro barato. En cada trozo manchado de esta partida se construyen nuevos amores, se conspira con y en contra del mundo… se ES.
Un encuentro en la Bastilla confirma la misión de regar el Nadaísmo por el mundo: “Si queremos ser hombres nuevos, distintos a los seres que produce en serie esta ciudad como bultos de tela o botellas de ron, tenemos que dejarla con sus templos, sus fábricas y sus calles”.[7] Con las maletas en el parque Berrío comienza la búsqueda de nuevos infiernos.
[1] Espinel, Jaime. Entrevista realizada por Víctor Bustamante. Revista Babel, número 7. pág. 29, 2006.
[2] VALENCIA, Elmo, Isalanada. Editorial Big Bang, Bogotá 1996. Pág. 83
[3] Imagen tomada de “ESQUIRLA”, Suplemento literario de El Crisól, Cali, 1959.
[4] ARIZA, Patricia, "Una mujer en el Metropol", Bodas sin Oro: 50 años del Nadaísmo –Elmo Valencia Compilador–, Taller de Edición ROCCA, Bogotá - Colombia, 2009. Pág. 217
[5] ARANGO, Gonzalo, “Medellín a solas contigo”, Obra negra. Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés, primera edición en Colombia, abril de 1993.
[6]Ibíd. 218
[7] ARANGO, Gonzalo, “Medellín a solas contigo”, Obra negra. Santa Fe de Bogotá, Plaza &Janés, primera edición en Colombia, abril de 1993.