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Hoy años después, supe que el nadaísmo no era sólo un movimiento de poetas, era también una actitud corporal, una manera de ser y de estar en la vida, en la calle y en la plaza pública, un no querer estar en la casa ni en el sistema. Nuestra presencia era un acto político y nuestro andar en las calles un acontecimiento poético.


Patricia Ariza    

 

 

 

 

 

 

Mujer de madera tallada, de acento bravo y sosegado. Una dramaturga en la tragicomedia del país que lleva a cuestas, una mujer de cabellos de fuego y pasos de resistencia.

 

Con tongoneada falda, de paso firme-santandereano y recién expulsada del colegio Nuestra Señora de la Consolación, iba pensando, esa tarde de Junín, en cambiar su teniente adorado por Gonzalo Arango. En el Metropol varios jóvenes divisados desde lejos pintaban una existencialidad en su rostro, una nada, una clara cofradía de otredad. Se acercó, y llevando en sus pasos el sonar del tiple que su padre tocaba en Santander y la fuerza aguerrida de su madre Patricia Elia Ariza Flórez, se acercó a la mesa de observadores y preguntó: ¿Quién es Gonzalo Arango?, dígale que vine a dárselo. 

 

En 1964, Patricia Ariza arriba a tierras montañeras huyendo de los señalamientos que monjas, vecinos y padres le hacían por tener un romance con un teniente guarecido en el cuartel, al frete del plantel educativo. La historia narrada con lunares y detalles trata de un romance novelado por la inquieta acuarinana del 46, que durante las largas jornadas de oración en el colegio se dedicaba a crear una historia de escapes, de encuentros eróticos y de mensajes por la ventana.

 

 

Me inventé una a una las escapadas del internado. Estaban marcadas con direcciones exactas de los sitios en donde, supuestamente nos encontrábamos, de los pequeños hoteles donde nos amábamos […] Y hasta los fragmentos de sus cartas de amor escritas al borde de las servilletas. Todo lo inalcanzable había sido minuciosamente descrito. De esa manera ni yo misma, podía sospechar que se trataba de un invento. […][1]

      

En Medellín, la historia del diario cambiaba al teniente por un poeta maldito, los hotelitos por unos menos limpios, las salidas a comer por largas caminatas, pero, como en su cuento original, las servilletas se mantenían empoemadas y enamoradas. Entre andares y amores, Patricia insiste en conocer y militar con los nadaístas, pero el hombre antioqueño –basta decir eso- se negaba porque temía perderla. Sin errar, el profeta Gonzalo, tras una encanada por cargar con manifiestos y poemas en ostias envinadas, perdió a Patricia en el Metropol, pues allí encontró un combo disímil, ebrio, existencial y poeta que robaba cubos de azúcar y ganaba tintos en los bares de la ciudad.

 

Un día él no llegó a la cita y yo estaba segura de que no se trataba de un abandono; averigüe y nadie me dio razón de su paradero esa noche […] Al fin me dijeron que estaba detenido en La Ladera y que los nadaístas se reunían en el café Metropol […] Ahí me volví nadaísta […][2]  

 

Asumiendo las consecuencias de ser nadaísta, la Piaff –llamada así por su curioso forro de disco como cartera– va encontrando su afinidad por los grupos y entre las líneas del viejo diario y los vivires estrafalarios de la nada, va encaminando su actuación a las tablas, su presencia al mensaje público de arte y rebelión.

 

[…] Algo por supuesto dentro de nosotros, dentro de mí, se rompía a la vez que se construía una nueva mirada sobre el mundo. Empecé a saber que se podía alterar tanto la sintaxis como el orden público que es el más encubridor de todos los desórdenes sociales.

 

De Santander a Bogotá, de Bogotá a Medellín, de Medellín al transitar, se carean las aventuras de estos y otros refugios, los andares por mar, aire y tierra: las estadías en Islanada y los aprendizajes tumaqueños, los encuentros en Cali y sus inquietudes teatrales, el asentamiento en Bogotá como establecimiento del quehacer.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“En Bogotá nos reunimos, Consuelo y yo, con Rubiela Cadavid, la más hermosa de las nadaístas y yo empecé a combinar la calle con la universidad donde me atraparon intensamente los universos trasgresores del teatro y de la política”. [3]

 

Dejando la filosofía por las artes, Patricia se sume en el teatro como accionar de la existencia y en 1966 funda con Santiago García el Teatro La Candelaria, que a lo largo y ancho de la historia ha acompañado lo íntimo y lo público de la Piaff.  

 

[…] Para nadie es secreto que García y Patricia y sus amigos de la comparsa de la Candelaria convirtieron sus empeños artísticos en una exploración heterodoxa de la realidad del mundo desde el comienzo. El ejercicio de este derecho les valió en años oscuros, allanamientos y amenazas de la orilla de la estulticia y la paranoia. Pero los allanadores jamás encontraron entre sus cosas más que mitras de utilería, fusiles de cartón, y apuntes sobre Meyerhold, Grotowski o Bajtin […][4]


 

Hoy Patricia Ariza, mujer de fuerte mirar, nadaísta, política y artista popular, combina las tablas con la lucha, pues es un convencimiento el pensar que en un país, históricamente comandado por hombres y eternamente convaleciente, son las mujeres quienes cargan con la pasión, el arte y la rebelión del eje transformador.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


[1] ARIZA, Patricia, "Una mujer en el Metropol", Bodas sin Oro: 50 años del Nadaísmo –Elmo Valencia Compilador–, Taller de Edición ROCCA, Bogotá - Colombia, 2009. Pág.213.

[2] Ibíd. ARIZA, 216

[3] Ibíd. ARIZA, 221

[4] http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-4739773

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